En 1965, John Cage —sí, el músico loco que hizo una pieza de cuatro minutos y treinta y tres segundos de absoluto silencio— fue a una cámara anecoica.
Era una habitación diseñada para que no existiera ningún eco. Nada de rebote, nada de sonido externo. Solo tú y tu cuerpo.
Y ahí, encerrado en ese silencio absoluto, Cage escuchó dos cosas:
Un pitido agudo. Y un retumbar grave.
Cuando salió, le dijeron que el pitido era su sistema nervioso. Y el retumbar, su sangre circulando.
El silencio no existía.
Solo quedaba él.
Meditar, cuando odias el silencio, se parece mucho a eso.
Al principio duele. Porque no es paz lo que encuentras. Es ruido.
Pero no el externo. Sino el tuyo.
Pensamientos que no sabías que tenías. Culpa vieja. Ira disfrazada de lógica. Una necesidad absurda de apurarte, de justificar por qué sentarte a respirar “es una pérdida de tiempo”.
Eso es lo que odias.
No el silencio.
Sino lo que aparece cuando todo lo demás calla.
Y aquí es donde viene lo inesperado.
Porque si logras quedarte un poco más —no horas, no días, solo un poco más—, lo que parecía ruido empieza a hablar.
Te cuenta cosas. Te recuerda verdades.
Y en medio de eso, el silencio, de pronto, no se siente como un vacío.
Sino como una casa.
Una a la que no sabías que podías volver.
Si odias el silencio, está bien. Es normal. Solo no le creas todo lo que dice.