En 1994, después de décadas de racismo institucionalizado, violencia y tortura, Sudáfrica eligió presidente a un hombre que había pasado 27 años preso: Nelson Mandela.
Y en lugar de salir a buscar venganza, propuso algo que desconcertó al mundo: un proceso de reconciliación.
Formaron la Comisión por la Verdad y la Reconciliación.
Suena bonito.
Pero no fue un abrazo colectivo. Fue durísimo.
Porque la gente no fue obligada a perdonar.
Lo que se pidió fue que se dijera la verdad.
Y que cada quien eligiera qué hacer con ella.
Algunas víctimas decidieron perdonar.
Otras no.
Algunos perpetradores mostraron remordimiento y buscaron reparar el daño.
Otros solo querían salir del paso.
No hubo una sola manera correcta.
Y sin embargo, fue uno de los gestos más humanos y valientes de la historia.
No porque reconstruyeran una relación perfecta entre víctimas y agresores…
Sino porque entendieron algo que a veces olvidamos:
El perdón no es una absolución. Es una liberación.
No siempre implica volver a confiar.
No siempre significa que el otro “se lo merezca”.
No siempre es una puerta que se abre… a veces, es una puerta que se cierra en paz.
Perdonar puede ser decidir que ya no vas a cargar con algo que no es tuyo.
Que no vas a seguir hiriéndote para castigar a alguien más.
Y sí, a veces también puede ser reconstruir la relación.
Pero solo si vos lo elegís. Y si el otro también se reconstruye.
Porque el perdón no obliga. Invita.
Y también pone límites.
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